Hace mucho tiempo vivía un viejecito en
una pequeña aldea muy cerca de un valle rodeado de altas montañas.
El pobre apenas podía ver, su visión era turbia.
Le costaba mucho oír y sus rodillas temblaban, y le costaba mucho esfuerzo
andar.
Se trastabillaba de continuo. Caía al suelo muy a
menudo, dando con sus huesos en el frío y duro suelo.
Cuando comía apenas tenía fuerza para levantar la
cuchara. Le temblaba el pulso y siempre manchaba de comida el mantel su propia
ropa.
Por todo esto, la mujer de su hijo y su propio
hijo sentían bastante asco. El pobre anciano se dio cuenta y decidió comer
separado de su familia.
Aunque el pobre hombre se esforzaba, cada día se
manchaba más y su familia cada día le hacía menos caso. El pobre viejecito
lloraba casi a diario.
Hasta que llegó un día en que el hombre ya no
podía ni aguantar su cuenco de comida. Se le cayó, ensució el suelo y se rompió
en pedazos. Por todo eso, su nuera le regañó y le habló de manera grosera.
El pobre anciano no se atrevió ni a mirarla. Se
resignó a bajar la mirada y la cabeza.
Por la tarde el hijo y la nuera fueron al mercado
del pueblo. Allí vieron a un hombre tan mayor como el pobre viejo. Pero iba muy
arreglado aunque con ropas estrafalarias. Vendía cuencos, y compraron uno.
Cuando el matrimonio llego a casa vieron a su
pequeño hijo de cuatro años intentando arreglar el cuenco roto. Le preguntaron
qué hacía. La respuesta les dejó helados. Quería juntar los trozos y arreglar
el cuenco para dar de comer a papá y a mamá cuando fueran viejos.
El niño no quería que sus padres se sintieran tristes de mayores como su abuelo.
El niño no quería que sus padres se sintieran tristes de mayores como su abuelo.
Los padres miraron al niño y se sintieron culpables.
A partir de ese día el abuelo volvió a comer en la mesa con toda la familia.
Todos lo trataban con la máxima amabilidad. Y así es como el pobre viejo se
volvió a sentir querido y feliz.
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